Desde diferentes organizaciones e instancias administrativas y políticas, se están promoviendo sesudas reflexiones y, en la pura realidad, intensas ofensivas para introducir el copago en nuestro sistema sanitario público. Ello quiere decir que se plantea la posibilidad de establecer el pago directo de una parte de la asistencia sanitaria en el momento de recibirla.
Se alegan para ello diferentes argumentos entre los que cabría destacar fundamentalmente dos: que mejoraría el uso apropiado de los recursos asistenciales, al disuadir a la población de su utilización inadecuada, y que generaría fondos económicos adicionales para financiar la sanidad pública. Complementariamente, se afirma que ello lleva implícitas mejoras en los tiempos de espera (urgencias y menores demoras en pruebas diagnósticas) y en la calidad asistencial al rebajarse la presión asistencial existente en nuestro Sistema Nacional de Salud (SNS), normalmente siempre alta.
Ambos razonamientos son ampliamente discutibles y rebatibles. En esa línea, mi posicionamiento al respecto parte de que la medida lo que pretende, en realidad, es avanzar en el proceso de privatización del sistema sanitario. Por esta vía iremos mercantilizando las relaciones entre usuarios y proveedores de asistencia introduciendo el pago directo de una parte de la misma, acabaremos con el carácter universal y redistributivo del sistema, y abriremos nuevos espacios a la sanidad privada (a mayores de los ya conquistados a través del excesivo uso de los conciertos sanitarios; véase POVISA en Vigo).
Entre los efectos negativos asociados a esta medida quisiera destacar: En primer lugar e innegablemente, se introduciría un nuevo impuesto que gravaría la enfermedad, con una tasa por asistencia sanitaria. En segundo lugar, se incrementaría la presión fiscal dirigida hacia los sectores sociales con menores ingresos como son los asalariados, pensionistas, enfermos crónicos y discapacitados, que por necesidad son quienes más utilizan los servicios sanitarios (tres veces más que el resto). Por otra parte, dificultaría el acceso de amplios sectores sociales a la asistencia dado que 10,8 millones de trabajadores (57% del total) cobran menos de mil euros al mes, mientras que el ingreso medio de los 8,5 millones de pensionistas es de 747 euros mensuales. En cuarto lugar, incrementaría las desigualdades sociales ya que en los últimos años se han eliminado o reducido los impuestos de las clases más favorecidas: sucesiones, patrimonio, sociedades o los tramos del IRPF, por no hablar de la tributación de las SICAV y del flagrante incumplimiento de sus obligaciones de constitución (lo que conforma una de las mayores bolsas de fraude de nuestro sistema fiscal). En quinto lugar, reduciría el carácter redistributivo del sistema sanitario, que constituye uno de los fundamentos del estado del bienestar. Finalmente, afectaría a los programas y actividades de promoción y prevención de salud y de seguimiento de enfermos crónicos y generaría tensiones entre sanitarios y usuarios.
Personalmente rechazo los llamamientos de algunos responsables sanitarios a la instauración del copago, lo que introduciría seguros privados complementarios para determinadas prestaciones, alegando que la crisis hace imposible mantener el sistema sanitario público. Considero que las debilidades financieras en que se encuentra es la consecuencia de la concurrencia de tres factores: la ausencia de certeros mecanismos de control y evaluación del gasto, el enorme endeudamiento en el que se ha incurrido por financiar y gestionar las infraestructuras sanitarias recurriendo al sector privado (PFI), lo que ha multiplicado por cuatro el coste de los nuevos centros sanitarios y hace que los pagos anuales asfixien los presupuestos asistenciales, y en tercer lugar, por un gasto farmacéutico a todas luces excesivo.
Lograr racionalidad, eficacia y eficiencia en el gasto sanitario debiera ser el primer objetivo de un Consejo Interterritorial del SNS que, en lugar de trabajar por la consecución de los citados objetivos, se ve sometido a controvertidos debates y enfrentamientos dominados y dirigidos por los partidos políticos que gobiernan en las respectivas Comunidades Autónomas. Debemos de tener claro que en términos económicos la gestión del copago es inviable (dada la maquinaria administrativa que habría que implementar) y la aplicación de otras fórmulas de ahorro, la clave de la reforma del sistema: centralización de compras, control efectivo de las mismas, racionalización del gasto en base a la revisión de protocolos clínicos (radiología en urgencias hospitalarias, por ejemplo), revisión de los protocolos de gasto farmacéutico (dosis ajustadas a tratamientos, monodosis, generalización de la prescripción de genéricos, etc.).
Queremos una sociedad seria, una sanidad seria y viable y un Consejo Interterritorial a la altura de las circunstancias. Por cierto, seguimos esperando por la gripe A, esa que nos costó algo más de trescientos millones de euros. Esa que ya se ha convertido en paradigma del despilfarro y del grotesco negocio en que están convirtiendo la salud. El camarote de los Marx está bien, pero para el cine.
¡Si Ernest Lluch levantara la cabeza!