Cuando la política, el «arte de lo posible» se convierte en el arte de lo aborrecible se detecta en nuestra sociedad la presencia de síntomas claros de una nueva enfermedad social: la desafección política.
Un nuevo veneno, nada democrático, por cierto, se está inoculando perceptiblemente entre nosotros: una visible y profunda sima se abre entre ciudadanía y política. Fenómeno que, no por ser cuasi universal, deja de ser menos preocupante y peligroso.
Al hablar de enfermedad, será conveniente precisar los síntomas que la definen y que demuestran su presencia: altísimas tasas de abstención electoral, resultados de sucesivas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas que sitúan a la clase política y a los partidos políticos como uno de los principales problemas de nuestro país, descrédito generalizado de las instituciones, disminución del número de afiliados inscritos en los partidos y altas tasas de desmovilización de los inscritos.
Los ciudadanos muestran distanciamiento, indolencia y cansancio hacia la acción política y hacia los políticos. Los votantes se irritan, se aburren y simple y llanamente, se apartan. Tímidamente, los fascismos reaparecen en Europa (Bélgica, Suecia, Francia). Si la política es la base de la democracia, ya sabemos ante lo que estamos: ante una grave enfermedad en la fase de crecimiento y maduración del sistema democrático.
En los últimos tiempos asistimos, no sin cierta perplejidad, a explicaciones que intentan justificar esta situación con un problema de la propia ciudadanía: se afirma que son los ciudadanos los enfermos, que son los cambios sociales los causantes de esta situación, ….. pero ¿dónde se genera el virus?.
Lo podemos encontrar en la ausencia de formación política, en discursos huecos de contenido e ideas, en la progresiva desideologización de la política, en la ausencia de liderazgos, en la ruptura de las redes y complicidades de apoyo a las diferentes opciones ideológicas, y sin duda en la generalización de discursos zafios, ramplones e insultantes; en enfrentamientos oportunistas y en la fijación de objetivos políticos cortoplacistas. En definitiva, sitúo el origen de la enfermedad en una creciente inadecuación de los comportamientos de los políticos en las instituciones y en los partidos. ¿En los partidos?. Por supuesto, también y principalmente en los partidos de los políticos. Partidos patrimonializados, poco o nada democráticos en su funcionamiento interno, opacos en su financiación, concebidos como aparatos de gestión del poder, de confección de listas electorales y de cimentación de selectos “apparatchik” de control de la propia militancia. Los partidos políticos transitan por una peligrosa senda de deslegitimación que los llevará inexorablemente a perder el rol que les otorgan todos los textos constitucionales de los países democráticamente avanzados.
¿Tiene tratamiento esta situación?. Siendo razonablemente optimista debería afirmar rotundamente que sí. Pero que nadie piense en hacer un buen negocio vacunando a toda la población. No es conveniente ni necesario. Es sobre los políticos y sus partidos sobre los que se debe actuar. Han de modificar sus prácticas políticas: escuchar seria y serenamente a la ciudadanía y responder mejor a sus demandas y necesidades reales, «satisfacer» (ejecutando programas electorales) a los votantes, actuales y potenciales, de cada formación política está en el inicio de una nueva, y ya vieja, forma de hacer política que impida la inoculación de comportamientos antidemocráticos en las venas abiertas de nuestros vecinos y vecinas; reforzar el liderazgo político suficientemente como para reconstruir las redes sociales de complicidad; elaborar y comunicar política de abajo arriba; reformar el sistema de financiación de los partidos y la ley electoral de forma que se dote de estabilidad a los gobiernos, etc. son líneas de ensayo de un tratamiento que dotaría de mayor musculatura a nuestro sistema democrático.
Están de moda los grandes pactos. Quizá sea necesario un pacto para rehabilitar la política, un pacto para traer de nuevo a la primera fila los valores democráticos constitucionalmente consagrados no hace mucho más de treinta años. La credibilidad de nuestra democracia va en ello.
(No puedo dejar pasar la tentación de recomendar la lectura de una magnífica novela del insigne José Saramago, «Ensayo sobre la lucidez». Ahí explica brillantemente los síntomas, las causas y las consecuencias de la desafección política).