Actualizado: 23/03/24 – 18:50
En Instituciones rotas, ilusiones frustradas (Mundiario, 18 de marzo de 2024), hemos señalado algunas de las patologías que han permanecido constantes y que han marcado la historia de España durante los últimos siglos. Oligarquía, caciquismo, corporativismo y clientelismo político han lastrado una cultura político – constitucional que ha proporcionado una profunda debilidad al liberalismo democrático en España, que no ha conseguido asentarse, con basamento sólido, ni en las élites ni tampoco en la ciudadanía en general.
Simplificando un poco las cosas, podemos considerar que la Ley 1/1977, para la Reforma Política, permitió la eliminación de las estructuras de la dictadura franquista desde el punto de vista jurídico y que la Constitución española de 1978 -que derogó la Ley antes citada-, culmina la transición hacia la democracia y nos transforma en un Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.
En la construcción de un sistema político institucional hay pocos atajos, y los efectos de la entrada en vigor de una Constitución están lejos de ser mágicos o repentinos. En ese momento, decíamos que quedaba mucho trabajo por hacer. Obviamente, las prioridades fueron otras porque, efectivamente, allá por 1986 “a España no la va a reconocer ni la madre que la parió”, Alfonso Guerra dixit. Sin embargo, parece claro que nadie prestó especial atención a lo que se nos venía encima y tampoco hoy se le da la importancia que merece la imparable degradación institucional que opera en España.
Es más, quizá lo más grave de todo sea que muchas de las situaciones que estamos viviendo se contemplan desde la normalidad de los acontecimientos que se nos van presentando. Y no, el proceso de deterioro del que nos proveen nuestros políticos y sus partidos no es normal y ni siquiera podríamos asumir que se trata de una “condena divina”.
No. Es producto de la incorporación, a la política y a cargos de las estructuras institucionales de nuestro país, de personas marcadamente incompetentes o, lo que es peor, de personas sospechosas de la realización de prácticas poco honestas, o con un pasado nada edificante en términos de compromiso con la democracia o con los estándares mínimos de integridad.
La desatención a estos asuntos fue una constante y, consecuentemente, el deterioro fue gradual y progresivo en la medida en que personas, extremadamente “leales” con los partidos – vaya usted a saber qué entienden por lealtad – y extraordinariamente sensibles a lo que el poder les transmite, se incorporaban a las instituciones de control o a los órganos de gobierno, multiplicando los niveles de incompetencia y llevando la solidez de las instituciones a un estado líquido.
Muchas personas, desde luego de mayor capacidad intelectual que la de este aficionado a la reflexión política, sostienen la brillantez y altura de miras de los políticos españoles en la transición de la dictadura franquista a los inicios de nuestra democracia liberal.
Aceptando muchos de los razonamientos que nos aproximan a tal conclusión, creo que, en la gestión de los procesos políticos, ni los portazos, ni barrer para debajo de las alfombras, conducen a buen puerto. Creo que no hemos sido honestos con nuestra propia historia y no hemos sabido asumir que la “democracia genuina” no formaba parte de nuestra gramática política. Ni siquiera en los momentos de mayor avance constitucional en España se supo reducir o mitigar la polarización o el deterioro institucional de algunos órganos clave, como fue el caso del, mal diseñado y peor ejecutado, Tribunal de Garantías Constitucionales (artículo 21 de la Constitución de 1931 y Ley Orgánica de 1933).
En España nunca se supo, ni se quiso, realizar una correcta lectura del principio de separación de poderes. Los controles del poder no han tenido virtualidad en un país acostumbrado a ser gobernado sin frenos o en el que, los frenos, los tienen bajo control únicamente el gobernante.
¿Cómo iba a llegar a nosotros una cultura “democrática” caracterizada por la división de poderes y el control mismo del poder?
Más fácil era que, uno de nuestros vicios seculares, el caciquismo territorial imperante, mutara y, convenientemente regado, se transformara en clientelismo político cuya salvaguarda se encuentra en la descarada captura política de las instituciones de control y de la propia alta Administración.
Fíjense lo que está ocurriendo con el Consejo General del Poder Judicial: el Partido Popular no quiere llegar a acuerdo alguno -con el PSOE- en tanto no se le garantice que se tramita, en paralelo, la renovación del Consejo – de acuerdo con la actual ley – con una modificación de la ley para establecer un nuevo sistema de elección. Recordemos que, en 1985, se eliminaba la elección corporativa de los miembros del órgano de gobierno del Poder Judicial establecido en la ley de 1980.
Enero de 2013. Alberto Ruiz-Gallardón, ministro de Justicia del gobierno del Partido Popular presidido por Mariano Rajoy, anunció su intención de cambiar la forma de elección de doce vocales magistrados del Consejo General del Poder Judicial, volviendo al antiguo sistema de elección directa por parte de los jueces que se había abandonado en 1985.
Diciembre de 2013. El ministro Gallardón llevó al Consejo de ministros un anteproyecto de reforma del CGPJ contraria al programa del PP, ya que en el mismo se establecía que la elección de los veinte vocales del órgano de gobierno de los jueces se realizara directamente por el Parlamento, sin elecciones previas en la carrera judicial. Ruiz-Gallardón consideró que la reforma, consensuada con el PSOE, contribuiría a despolitizar la justicia.
Queda claro, ¿verdad?
Esta, y otras certezas, me ha llevado a recorrer, una y mil veces, la historia reciente de España y darme cuenta de que, en no pocas ocasiones, España buscó – durante amplios periodos del siglo XX – su solución en opciones corporativas que terminaron desembocando en períodos dictatoriales que negaron radicalmente las libertades democráticas. Que a nadie extrañe, por tanto, que algunas o muchas mentalidades, pretendidamente enterradas, amanezcan de nuevo en momentos de crisis, como lo es el momento en que vivimos.
Por otra parte, durante la transición política era preciso reforzar a unos partidos políticos que estaban muy debilitados tras la férrea dictadura del general Francisco Franco (PCE aparte, del que algún día habrá que escribir algo).
Evidentemente, el poder de apropiación de recursos –públicos- que los partidos tuvieron después de 1983 y la configuración de rasgos patológicos como la oligarquización y la ocupación, hasta el infinito y más allá, de los espacios institucionales, muestra que, como sociedad, nos excedimos con el fertilizante aplicado a los partidos y se nos fueron de las manos. Parece claro que, si fuera el caso, no pasarían un control antidopaje.
Constatamos, de forma alarmante, que en un contexto de confrontación sin pausa y de polarización cada vez más más extrema, es absolutamente inviable una estrategia que pretende reconducir la situación sobre la base del diálogo entre partidos. Ni siquiera tratando de hacerles ver que está en riesgo, también, su propia existencia. ¿Dónde está el Partido Socialista en Francia, en Austria o en Italia? ¿Recuerdan a François Mitterrand, a Bruno Kreisky o a Bettino Craxi? ¿Recuerdan a sus sucesores? ¿Dónde están los partidos de centro derecha o la Democracia Cristiana en Italia, en Francia, en Países Bajos, en Suecia o en Finlandia? ¿Recuerdan a Nicolás Sarkozy o a Giulio Andreotti? ¿Y sus sucesores? Han sido barridos del mapa y, si me apuran, han sido barridos de la Historia.
Como expresó, muy lúcidamente, el filósofo de la historia Eric Voegelin, la pérdida de sentido causada por la descomposición de las instituciones provoca, más temprano que tarde, la emergencia de movimientos gnósticos que venden la salvación terrenal cuando la vida intramundana se hunde sin remedio. Hoy en día, en política, eso se llama populismo. Y no es que estén llamando a la puerta, que lo están. Es que, en las próximas elecciones europeas la van a tirar abajo.
Partido Socialista Obrero Español, Partido Popular, dejen de colonizar las instituciones, hagan política y despierten del sueño de Morfeo. Nuestros políticos están muy en la onda de Maquiavelo, y deberían alinearse más estrechamente con Montesquieu en la disputa intelectual sobre la moralidad de la política y el disfrute del poder. Ya dijo el presidente Eisenhower, héroe mundial de la lucha contra el fascismo, que quienes cometen la imprudencia de renunciar a los principios por defender sus privilegios, acaban por perder ambas cosas. @mundiario