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Instituciones rotas, ilusiones frustradas

“Muerta la notabilidad, acceden las medianías” (Mariano José de Larra).

En un sistema democrático, el principio de separación de poderes desempeña un papel fundamental para garantizar el equilibrio, la libertad y la protección de los derechos individuales. La teoría clásica de la división de poderes fue desarrollada por el barón de Montesquieu – filósofo francés- en el siglo XVIII. Según él, esta separación era esencial para prevenir abusos y garantizar la libertad de los ciudadanos. La separación de poderes es un principio fundamental en el sistema democrático, asegurando que ningún poder sea absoluto y que exista un equilibrio e independencia entre las instituciones.

En España, y especialmente en los últimos años, el citado principio, entendido como el sistema nervioso central de un estado liberal, corre un serio riesgo de desmoronarse. Es verdad que nuestra arquitectura constitucional e institucional tiene un basamento ciertamente endeble al que el clientelismo político, heredero del caciquismo decimonónico, ha incorporado una “patología constructiva”, una “aluminosis”, ciertamente muy preocupante.

Es preciso tener absolutamente claro que oligarquía, caciquismo, clientelismo político y corporativismo son elementos que han mantenido una presencia constante en España desde el inicio del siglo XIX, condiciones de gobierno que han encontrado un importante refugio en las dos dictaduras que hemos vivido y comportamientos de cuyas esencias y reflejos llegan vestigios o trazas a 2024, inoculados en el tuétano de nuestro sistema político constitucional. De otra forma no sería posible comprender lo que ocurre: somos hijos de nuestro pasado.

En las democracias occidentales el rol de los partidos políticos tiene un carácter estructurante. Tal es así que, en España, se plasma en una importante referencia constitucional, en el artículo 6 de la CE: “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Sin embargo, una inquietante realidad, derivada de una polaridad sobre-escenificada y ciertamente irresponsable, muestra una más que evidente degeneración del tradicional, y constitucional, rol de los partidos políticos.

Las peores prácticas de clientelismo echan raíces en la totalidad de las instituciones políticas. En las representativas y en las gubernamentales, acerca de las que podríamos pensar que se trata del espacio natural para su despliegue, pero también podemos mostrar, y demostrar, que las “okupaciones” realizadas se han adentrado en los altos cargos judiciales (y fiscales), en la alta administración y en las instituciones de asesoramiento y control, tanto del ámbito estatal como autonómico: desde el Consejo de Estado al Tribunal de Cuentas, pasando por las diferentes Oficinas de los Defensores del Pueblo de carácter autonómico, los OCEX, el CGPJ o el Tribunal Constitucional.

En las últimas décadas, los nombramientos y designaciones realizadas, por tirios y troyanos, han inoculado un veneno de desnaturalización del quehacer de algunas de las instituciones más importantes del Estado, han introducido en su funcionamiento un sesgo cuasi sectario que ha coadyuvado a polarizar a la sociedad española y ha traído consigo dos evidentes consecuencias:

– el regreso a una impúdica patrimonialización de la administración pública, y

– la consolidación de una nueva configuración de los partidos políticos: de las organizaciones de masas a los “partidos de cargos públicos” (aquellos en los que la mayoría de los asistentes a sus congresos, asambleas o reuniones y mítines son cargos públicos -representantes electos, funcionarios gubernamentales y directivos de instituciones públicas-. A menudo, estos partidos están estrechamente vinculados a las administraciones públicas y dependen de ellas para obtener recursos y distribuir cargos entre sus afiliados.

Esta ocupación partidista de las instituciones, el grosero maltrato político hacia las instituciones en España deriva de una evidente falta de cultura institucional y de una arquitectura institucional que demanda retoques en la articulación de pesos y contrapesos del poder. Ahora bien, ¿lo van a realizar -motu proprio- los mismos partidos que han provocado un nauseabundo estado de deterioro allí donde sus “profesionales” lo han enturbiado casi todo? Pues obviamente, no.

No es que el enorme y creciente deterioro institucional y la actuación de los partidos políticos al respecto nos conduzca a una vertiginosa desafección de la vida política, que sin duda lo hace. Es peor, es que esa intensidad de conquista y control, esa apropiación partidista y grosera hace crecer la desconfianza, confianza muy difícil de construir y relativamente fácil de perder. Cuando la ciudadanía muestra desafección y desconfía abiertamente de la actuación de las instituciones de su país, su democracia cae enferma y puede hacerlo con notoria gravedad.

Estamos ante un “estado clientelar de partidos” qué ha cerrado el círculo histórico, ciertamente desafortunado, del caciquismo, del amiguismo, del favoritismo y del nepotismo. De otro modo, es imposible entender la lógica perversa de ocupación desenfadada e intensiva de la alta administración por parte de la política de turno. Esta “ocupación” -ilegítima- se plasma en una fuente sinfín de prebendas, cargos, empleos, contratos, subvenciones y ayudas a sus potenciales clientes políticos y amigos del poder, empresas – también “amigas” o “enemigas”, colocadas en listas negras, que también las hay-, consultoras o despachos profesionales afines, cuando no, socios o asociados.

Las instituciones son dirigidas por personas. En las instituciones trabajan personas. Son las personas las que fallan y las que fallan a las instituciones. A continuación, las instituciones fallan a la ciudadanía: los servicios públicos que prestan se deterioran. Normal. Si tras un proceso electoral, cada nuevo gobierno se constituye y se conforma con gentes de bajas capacidades para el ejercicio de sus competencias y configuran, para salir en su auxilio, una nómina de cargos directivos, que con excepciones -muy contadas- son” amateurs” muy osados de la dirección pública y que muy poco, o nada, saben de lo que han de gestionar, poca calidad van a incorporar en la configuración de los servicios públicos y menos fortaleza e integridad institucional van a aportar.

Si al cubrir puestos de cierta relevancia en las instituciones de control, que deben -insisto en ello- vigilar el comportamiento del poder en beneficio de la democracia, se coloca a personas inadecuadas, no competentes y que acreditan, una y mil veces, un deber de gratitud a quienes les han designado, tendremos fieles peones complacientes con el poder, pero nunca, jamás, directivos públicos con el exigible comportamiento ético.

Seamos claros, nuestra democracia, la española, está enferma y los -supuestamente- llamados a tratar de recuperarla, son, ni más ni menos, que los virus que la han infectado. Por cierto, no crean que, en esta materia, alguien queda libre de culpa. Los llamados “partidos de Estado” han sido los primeros en infectarlo todo de “mala política” y los partidos de “naciones sin estado” se han institucionalizado, no en el peor de los sentidos posibles, pero sí en el peor de los sentidos (ERC, Junts X Cat, PNV, Bildu, BNG) y están en todas las “sopas bobas” de cada país y, siempre, carentes del mínimo sentido de responsabilidad de Estado.

Los políticos, la amplia nómina de personas que no han hecho otra cosa en la vida que “vivir de la política”en sus cómodas poltronas públicas – desde las habilitadas ad hoc hasta las giratorias- procedentes, los unos y los otros, de las juventudes de sus respectivos partidos o de sus escuelas formativas, que si la Jaime Vera, que si la FAES, que si Gaztetxo Eskola, que si la Fundación Irla, … son los principales beneficiarios de esta situación.

La militancia. La militancia que consiente. La militancia debe de estar conformada por cuartiles. Hoy día no lo sé a ciencia cierta, ya que hace años que -políticos profesionales- me convencieron de la bondad y la trascendencia de no ser militante. Esa es otra historia. Iba diciendo, un cuarto conformado por gentes que poseen una o varias de las siguientes características: personas ilusionadas o esperanzadas, tontos útiles o tibios aspirantes a “algo”, que no es difícil de averiguar. Otro cuarto, formado por cuadros medios de los partidos (concejales, asesores, miembros de consejos de administración de empresas públicas, personas colocadas en ayuntamientos, diputaciones, etc.) que únicamente atienden a quién los coloca. Otro cuarto lo constituye el apparátchik, el elenco de directivos y empleados “del partido”. Finalmente , otro cuarto de la militancia lo es gente que cree y ama un proyecto político, pero que no es considerado para casi nada.

Si pensamos en el catálogo de líderes o lideresas de los principales partidos, en el ámbito estatal o en el ámbito territorial, nos encontramos con una relación de políticos profesionales enchufada al presupuesto público, con un escasísimo o nulo bagaje personal o profesional.

¿Serán éstos los artífices de la revisión -para el fortalecimiento- del entramado institucional de la democracia española?

Me parece que carecen, en el ejercicio de sus funciones, del sentido institucional y que, en sus comportamientos, obedecen a patrones clientelares o son meras correas de transmisión del partido que aupó a cada uno de ellos, y ellas, a tales cargos. Por tanto, creo que no, que no lo van a hacer.

Si no lo van a hacer los partidos políticos ni los seudo-políticos que conforman su dirigencia, ¿quién lo va a hacer? ¡Ya está!, ¡la ciudadanía! Pues tampoco, ya se han encargado los políticos profesionales de destruir -triturar, que diría Miguel Ángel Rodríguez, MAR- el concepto y la esencia del término “ciudadanía”. Ya saben: aquella condición que se otorga al ciudadano al ser miembro de una comunidad organizada, condición que implica derechos y deberes que deben ser cumplidos, sabiendo que éstos serán responsables por la convivencia del individuo en sociedad. Participación, rendición de cuentas, integridad institucional, etc., forman parte del relato – que se dice ahora- del discurso o de la verborrea, porque buena parte de lo que se dice no se hace, pero queda bien decirlo. O, más bien, te retratas si no lo dices. Y como faltar a la verdad no tiene coste político alguno …

Tendremos que convenir que el mal que hemos descrito tiene un difícil remedio, y ello por no concluir, más tajantemente, que no tiene remedio alguno que no pase por una fuerte catarsis derivada de un episodio ciertamente categórico, cuál podría ser que España caiga en manos de un gobernante delirantemente visionario o directamente enajenado del tipo de Milei, Bolsonaro, Orban, Trump o Meloni.

A partir de ahí, o de algo peor, nuestros políticos volverán a hablar, volverán a “preocuparse” por la salud de nuestro sistema institucional, porque, como nos enseñó la filósofa, activista política y mística francesa Simone Weil, “tomar partido ha sustituido a la obligación de pensar”. @mundiario

Fuente: Mundiario – Autor: José Manuel Peña Penabad.

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