Los discursos que parten del núcleo del sistema capitalista, de su ortodoxia más firme, sobre la necesidad de «moralizar el capitalismo» y encauzar sus excesos demuestran una voluntad de eludir el carácter inevitable y repetitivo de las crisis financieras.
Se trata de la negación de la idea misma de que las crisis forman parte integral del capitalismo y constituyen un mecanismo de corrección y de adaptación. Es, sin duda, una posición muy poco sostenible desde el análisis de la reciente historia económica mundial.
La crisis revela el fracaso de los Estados y de los instrumentos reguladores que fueron incapaces de ir al ritmo de la sofisticación de los productos financieros destinados al intercambio en los mercados. Pero no sólo eso, también señala el fiasco de la vuelta al laisser-faire y el triunfo de las tesis neoliberales: el abandono del Estado de su papel de supervisor, el «adelgazamiento» de lo público hasta límites insospechados, etc.
La crisis ha evidenciado los efectos perversos de la política monetaria estadounidense (de Reagan a Bush, pasando por el «venerado» Alan Greenspan) que genera una importante burbuja especulativa de tipos financieros y que se traslada a la UE en forma de burbuja inmobiliaria.
La crisis es la expresión del fracaso de un proyecto de sociedad fundamentado en el consumo y en el crédito, lo que condujo a verdaderas trampas de endeudamiento.
La crisis pone de manifiesto que la mundialización carece de un enclave político legible, creíble y eficaz para volver a poner en marcha la función de regulación. La ausencia de un lugar en el que realmente hacer política.
Y ello es así porque las grandes instituciones internacionales que gestionan las interdependencias no han podido imponerse como enclave político sustitutivo, porque el multilateralismo mundial ha quedado debilitado y porque la regulación global palidece en manos del FMI: su reforma quedó al margen de la cumbre del G-20 de Londres, en abril de 2009. La OTAN y el G-8 oponen una lógica de club frente a la inclusión multilateral. Ejemplos de ello los encontramos en el papel de Naciones Unidas en los últimos años: no aparece en conflictos como el de Gaza o la crisis entre Rusia y Georgia; se produce una misión criticada e inoperante en la República Democrática del Congo, impotente en Haití, es ninguneada en los expedientes iraní y coreano, es notoria su total ausencia en Afganistán. Las NNUU quedan marginadas por coaliciones ad hoc, cuya logística corre, cada vez más, a cargo de la OTAN.
Realmente esto oculta una huida hacia delante, una negación de las carencias de un sistema que es preciso transformar.
El capitalismo ha entrado en crisis de la mano de una mundialización en crisis. Estoy convencido de la insostenibilidad, del agotamiento del sistema y de la imperiosa necesidad de transformarlo, de transmutarlo. El problema es que hoy no tenemos políticos de talla, no tenemos ni los economistas ni las ideas, ni el lugar (Roosevelt, J.M. Keynes, Harry D. White y Bretton Woods, por poner un ejemplo de la Historia más reciente). La cumbre del G-20 fue un oportunidad perdida: no había voluntad real de cambio.
Asistimos con sorpresa a la encomienda de la reformulación del capitalismo a favor de aquellos que lo han conducido al colapso. Observamos atónitos que el castigo político es efímero en lo que respecta al neoliberalismo y al laisser-faire (excepción hecha de Nicolás Sarkozy y las elecciones regionales en Francia) y que la principal diana de los efectos devastadores de la crisis y los que son desalojados de los gobiernos son los movimientos de izquierda, sobre todo los vinculados a la socialdemocracia; incapaces, por otra parte, de proponer otro modo de hacer política y de elaborar alternativas ante las contradicciones en las que nos encontramos. Los causantes del desaguisado se mantienen o recuperan el poder político. Y así seguiremos, hasta la llegada de la siguiente crisis.