Reconozco que no soy muy dado a frecuentar las áreas comerciales. Aunque valoro su utilidad y comprendo su necesidad para la sociedad en que vivimos, me provocan una cierta sensación de ahogo. Creo, además, que lo peor de ellas es que cada vez más comienzan a absorber, como esponjas gigantes, funciones que en absoluto les corresponden.
Hace un par de semanas tuve que desplazarme a uno de estos centros comerciales y mi sorpresa inicial fue transformándose en asombro, con ciertos tintes de desesperanza, ante el panorama que se presentaba ante mis ojos. Familias enteras con cochecitos de bebés y niños de todas las edades, invadían sofás y áreas de descanso como si fuera una tarde primaveral en un paseo marítimo. Pandillas de adolescentes entraban y salían de las tiendas con bolsas llenas de camisetas y vaqueros de todos los tipos y colores, mientras bebían con indolencia refrescos de medio litro en vasos de papel.
Bajo las luces de neón y entre cálidas corrientes de aire acondicionado, niños de corta edad corrían sudorosos en una variante acelerada y acorralada de parque infantil «bajo cubierto» mientras desde fuera padres, madres y abuelos apoyados en los cochecitos de sus retoños o, los más afortunados, cómodamente sentados en uno de los asientos gratuitos cercanos, contemplaban con desgana como se divertían.
Es la nueva era, la del ocio consumista o del consumo ocioso, o lo que es más triste, la de este tipo de ocio familiar.
Nuestros hijos se acostumbran desde su más tierna edad a los estímulos de los imperios comerciales. Consumo, ocio y centro comercial forjan un trípode poderoso que conformará el carácter y el ADN de una juventud que será universitaria, pero rabiosamente consumista (aún en tiempos de crisis, que las volverá a haber).
Una nueva forma de ocio y convivencia ciudadana, una nueva forma de entender el tiempo libre en familia, un nuevo lugar de encuentro de nuestros jóvenes.
Hábitos de vida poco saludables: paseos de invernadero, aires con grandes aditamentos de acondicionamiento, calefacciones de alto voltaje, grandes posibilidades de transmisión de virus y bacterias, comidas rápidas en deslumbrantes cadenas fast food, unas grasas saturadas y mucho carbohidrato; unas compras rápidas, paseos entre tiendas, entre escaparates.
Así, poco a poco, casi sin que nos demos cuenta, las áreas comerciales o espacios de ocio, como nos los venden, van invadiendo puntos estratégicos de nuestra ciudad, ocupando aquellos espacios en los que deberían surgir zonas verdes, plazas o jardines de los que tanto adolecemos. Y también, sin apenas apercibirnos de ello, van invadiendo lentamente nuestras vidas y cambiando nuestros hábitos y costumbres. Quizá nos estemos equivocando en la forma de plantearnos el ocio y la convivencia familiar en esta mitad de la primera década del siglo XXI.
Por otra parte, si analizamos el fenómeno comercial gallego vemos que, en los últimos años, se viene caracterizando por rellenar cuanto espacio urbano quede libre. Económicamente, parece bastante claro que los centros comerciales, dominados mayoritariamente por imperios internacionales de la distribución comercial y de capital mayoritariamente foráneo, provocan un drenaje permanente y constante al PIB de nuestras ciudades. En términos de balance, se trata de un gran efecto descapitalizador para nuestras economías.
Algunos, desde el Ágora, llamamos a la reflexión: ¡queremos más zonas verdes y menos parques infantiles de neón !